El ejercicio de la medicina es, sin duda, uno de los más nobles y complejos que existen. A través de los años, los médicos se dedican con pasión, vocación y entrega a proteger y promover la vida. Son testigos de milagros, de recuperaciones asombrosas y de momentos que refuerzan la convicción de que cada esfuerzo ha valido la pena. Por ello, uno de los diagnósticos más difíciles y sensibles para un médico es declarar a una persona muerta.
Esta dificultad radica en dos aspectos fundamentales. El primero es emocional. Durante años, los médicos construyen su carrera sobre la base de salvar vidas. Cada paciente que se recupera, cada sonrisa que vuelve a brillar, es un testimonio del valor de su labor. Así, enfrentarse al final de esa vida, a ese momento en el que ya no hay más que hacer, es, sin lugar a dudas, uno de los desafíos más grandes del alma médica.
El segundo aspecto es técnico y científico. Contrario a lo que muchos podrían pensar, determinar la muerte no es sencillo. No es simplemente mirar y ver inmovilidad. Es buscar signos muy específicos que, en ocasiones, pueden ser tan sutiles que pasan desapercibidos. La ausencia de pulsos en zonas vitales, la falta de respuesta ante estímulos intensos, la dilatación permanente de las pupilas frente a la luz y, claro está, la ausencia prolongada de la respiración, son solo algunos de los indicadores que se evalúan.
A ello, se suman las etapas post mortem, que el cuerpo atraviesa tras el cese de la vida. Comienza con la palidez mortis, donde la piel pierde su tono debido a la falta de circulación. Luego, el algor mortis se manifiesta, enfriando el cuerpo paulatinamente. El rigor mortis sigue, endureciendo y contrayendo los músculos, y finalmente el livor mortis, donde la sangre acumulada tiñe la piel, similar a un hematoma.
Pero, y aquí viene lo más hermoso y desafiante: la vida es mucho más que la ausencia de estos signos. La vida es alegría, es experiencia, es aprendizaje. Y vivir con calidad no solo es un acto médico, es un acto humano. Es responsabilidad de todos. Es asegurarnos de que cada día, cada momento, esté lleno de significado, de amor y de propósito.
En conclusión, mientras que el fin de la vida presenta sus propios desafíos y complejidades, la verdadera esencia de la medicina, y de la humanidad, radica en celebrar y proteger el milagro de estar vivo.
Según el prólogo de las ediciones del libro de fisiología humana de Arthur Guyton:
"La mera existencia de vida, esa chispa vital que nos mantiene en pie, es casi ajena a nuestro dominio consciente. Cuando el hambre nos asalta, instintivamente buscamos alimento. Si el miedo nos invade, nuestra primera reacción es buscar protección. Sentir el frío nos impulsa a buscar calidez, mientras que otros impulsos innatos nos empujan hacia la interacción social y la reproducción. En esencia, cada ser humano funciona como un autómata, movido por mecanismos automáticos. Sin embargo, lo que nos distingue es nuestra capacidad para ser conscientes, para sentir y reconocer este funcionamiento automático, permitiéndonos adaptarnos a circunstancias cambiantes que, de otra manera, podrían ser insuperables para la vida.
Es fundamental confiar en los profesionales de salud, en nuestros médicos de cabecera. Estas personas han adquirido profundos conocimientos y se han nutrido de la vasta sabiduría humana. Son individuos excepcionales, capacitados para discernir lo que es beneficioso y lo que es óptimo.
Así que, si alguna vez te encuentras observando a un médico que, con serenidad, atiende a alguien convulsionando en el suelo y, en medio de ello, hace preguntas que a ti te parecen triviales, ten la seguridad de que está haciendo lo correcto. Basado en su extenso entrenamiento y experiencia, sabe exactamente lo que está haciendo. Y aunque podría no tener el momento para explicar sus acciones a los presentes, actúa siguiendo rigurosamente cada paso que su preparación le ha enseñado. Esto lo sé basándome en mis propias vivencias.
Según el dicho popular, que siempre tiene una manera ingeniosa de expresarse: "El estómago nos alerta cuando está vacío, pero el cerebro no lo hace de la misma manera".
Esta reflexión nos permite entender que podemos nutrir nuestro cerebro sin caer en la saturación mental, ni experimentar esa sensación de pesadez o plenitud que sentimos en el estómago.
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